Non rien de
rien.
La vida es como el viaje
de un volatinero, es peligroso estar en un extremo, es peligroso
estar en el otro y es peligroso estar en el medio; así decía
Nietzsche que hablaba Zaratustra.
Una tarde, de esas de
otoño que lloran lánguidas y frías las penas de hombres, cuando mi
crisis económica, ancestral, perenne, endémica, me mantenía pegado
al televisor de dos cadenas, disfrutaba la presencia de la menuda,
pero enorme de Edith Piaft en uno de aquellos documentales, ora
entretenidos ora inanes, con los cuales una de las dos nos obsequiaba
a veces. Cantaba aquella mujer de modo delicioso y evocaba el París
admirado que nunca conocí, el París de aquel muchacho que tenía el
vino triste cantado por la pluma magistral de Rubén Darío, aquel
que decía: “Sí, seré siempre un gandul, lo cual admiro y
celebro, mientras sea mi cerebro, jaula de pájaro azul”.
La Piaft cantaba “Non,
rien de rien...” mientras hacía equilibrio sobre una cuerda, no
recuerdo si pegada al suelo o elevada, como máximo, una cuarta del
mismo, armoniosa, elegante, delicada paseaba la cuerda con habilidad
no exenta de gracia. Pensaba yo que era sencillo pasear una cuerda
casi a ras de suelo, craso error, al parecer, según leí mas tarde
es mas complicado que hacerlo en altura.
“Está usted muy
confundido, mí señor Don Aniceto. Torear de salón no es nada
fácil. Se lo oí decir nada menos que a Rafael el grande, a
Lagartijo, de quien fui admirador y amigo. Decía que en toreo de
salón es donde se pueden apreciar los movimientos mas airosos...”
Se lee en el “Juego del Toro”, epígrafe del “Paseíllo por el
planeta de los toros” de Antonio Díaz Cañabate.
Recuerdo aquella tarde de
primavera, a entreluces ya, un torero, sin duda, entrenaba en el
descampado frente a mi balcón, parecía ser pegajoso y complicado el
toro que imaginaba, las hadas, era su hora, suspiraban y los elfos le
jaleaban, toreaba sobre las piernas, por bajo, ahora si, ahora no, le
perdía pasos y le empapaba de trapo. ¡Bien torero! Algunos elfos se
levantaron de los restos de escombro que les servían de asiento y le
ovacionaron. El hada de los toreros le tiró discreta un beso.
Pero...
Para admirar a un
equilibrista o a un poeta debo verlos recortados contra el cielo.
Para ver a un torero recortado contra el cielo, necesito ver el toro
entero, de libras y de poder, no el aire ni el becerro.
Non, je ne regrette rien.
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