El grito, obra de Edvar Munch, noruego,
me subyuga, me siento atraído por esa ansia visual, inconmensurable,
producto del miedo a morir, y por tanto, del miedo a vivir. El grito,
en si mismo, es un demonio que el alma exhala en un esfuerzo divino
por auto exorcizar a su proferidor. Quien lo emite turba la paz
gregaria de la manada, da la alerta y la prepara a conjurar un
peligro tenido por cierto. Peligrosos son los gritos como aquel que
costó la vida, heroicidad innecesaria, “¡Al abordaje
muchachos!” Durante la batalla de Iquique (Chile) a Prat y
a dos de sus hombres. El grito viene a ser la nota discordante que
quiere imponerse al resto de los poblanos del espacio sonoro, es, por
tanto, un dictador, un invasor. Una vez que el grito atraviesa el
cerco de los dientes se rompe la armonía y los vivos, las orejas
según los egipcios, viven para seguirle o combatirle. Gritos que
turban a la turba convirtiendo en indignos a los dignos cuando llaman
a aplicar la ley de Lynch. A veces surgen demonios ridículos que
acaban por ejecutar a su proferidor, como aquel “¡Viva
Coblenza!” Contado por Louis Pawels en “El Retorno de los
brujos”. Otras veces son la muerte en si misma, muerte que se
abalanza sobre su objetivo de modo irremisible, el demoníaco Kiai
paralizante.
Gritos.
No me gusta ir al siete, no comulgo con
las prácticas injustas de sus dominadores, ya saben, para todos por
igual. Nunca le digo a un torero lo que debe hacer o lo que debió
haber hecho, no soy torero, del mismo modo que jamás me permito el
lujo de decirle a un cocinero como se cocina ni a un mudancero como
se carga una lavadora. Me gusta o no me gusta lo que ponen a mi
atención, entonces expreso mi gusto o mi disgusto con mas o menos
vehemencia o grito de puro cabreo si me siento estafado. Pero si
profiero gritos en los toros y muchos. “¿Por qué están
ustedes tocando el culo a mi toro? ¿Por qué lo están despuntado o
inflando a hostias en el burladero? ¿Por qué insultan al dios
coleándole?” Eso si lo grito, quiero que esos demonios
persigan al infractor durante toda la función, al menos hasta que
sale por la puerta al terminar (siempre permanezco en la plaza hasta
que sale el último de los actuantes y el último de mis diablos, que
se esfuma en ese momento).
Ayer gritó uno: “¡Se
va sin torear!”, uno de tantos que gritan de modo
extemporaneo, buscando un instante de poder, invadiendo extraño la
generosa anuencia artificial de la generalidad docta e indocta. Su
grito, su demonio, dicen que fue causante de un horrible percance, lo
dicen muchos de ustedes, artistas del lenguaje, con epítetos sonoros
vulgares, malsonantes que rechazan para sí, afean en otros y de los
que se suelen blindar tras los burladeros de la exclusión o del
ninguneo. Ya había gritado antes, mucho antes, en 1820, el rondeño
Manfredi, si es que era rondeño, expulsando un demonio artero que
dicen que le costo la vida a Curro Guillén: “¿A que no lo
recibe usted?”, Guillén lo recibió. Manfredi y sus
acólitos permanecerán por siempre en el imaginario taurómaco.
Han creado ustedes, enhorabuena, un
nuevo demonio de la tauromaquia, un demonio traído a primer plano,
causante de todos los males de la fiesta, representante de la
inmoralidad de aquellos que silban y no aplauden en la plaza de toros
de Madrid, execrable y techable según muchos de ustedes.
Desgraciadamente este demonio tiene mucha peor pinta que el torilero
obeso con traje de torear de comunión y barba de dos días contra el
que bramaban ustedes ayer. “Yo soy aquel que ayer no mas
decía...”
Hay un torero herido, es verdad, le
deseo una pronta y completa recuperación lo mas indolora y lo menos
penosa posible. No me gustan las cogidas, jamás las aplaudo ni pido
tras ellas premio alguno, lo que hago es rogar por el torero.
Fandiño no me gustó ayer. No tengo
gusto para esto.
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