jueves, 23 de mayo de 2013

Manfredi




El grito, obra de Edvar Munch, noruego, me subyuga, me siento atraído por esa ansia visual, inconmensurable, producto del miedo a morir, y por tanto, del miedo a vivir. El grito, en si mismo, es un demonio que el alma exhala en un esfuerzo divino por auto exorcizar a su proferidor. Quien lo emite turba la paz gregaria de la manada, da la alerta y la prepara a conjurar un peligro tenido por cierto. Peligrosos son los gritos como aquel que costó la vida, heroicidad innecesaria, “¡Al abordaje muchachos!” Durante la batalla de Iquique (Chile) a Prat y a dos de sus hombres. El grito viene a ser la nota discordante que quiere imponerse al resto de los poblanos del espacio sonoro, es, por tanto, un dictador, un invasor. Una vez que el grito atraviesa el cerco de los dientes se rompe la armonía y los vivos, las orejas según los egipcios, viven para seguirle o combatirle. Gritos que turban a la turba convirtiendo en indignos a los dignos cuando llaman a aplicar la ley de Lynch. A veces surgen demonios ridículos que acaban por ejecutar a su proferidor, como aquel “¡Viva Coblenza!” Contado por Louis Pawels en “El Retorno de los brujos”. Otras veces son la muerte en si misma, muerte que se abalanza sobre su objetivo de modo irremisible, el demoníaco Kiai paralizante.

Gritos.

No me gusta ir al siete, no comulgo con las prácticas injustas de sus dominadores, ya saben, para todos por igual. Nunca le digo a un torero lo que debe hacer o lo que debió haber hecho, no soy torero, del mismo modo que jamás me permito el lujo de decirle a un cocinero como se cocina ni a un mudancero como se carga una lavadora. Me gusta o no me gusta lo que ponen a mi atención, entonces expreso mi gusto o mi disgusto con mas o menos vehemencia o grito de puro cabreo si me siento estafado. Pero si profiero gritos en los toros y muchos. “¿Por qué están ustedes tocando el culo a mi toro? ¿Por qué lo están despuntado o inflando a hostias en el burladero? ¿Por qué insultan al dios coleándole?” Eso si lo grito, quiero que esos demonios persigan al infractor durante toda la función, al menos hasta que sale por la puerta al terminar (siempre permanezco en la plaza hasta que sale el último de los actuantes y el último de mis diablos, que se esfuma en ese momento).

Ayer gritó uno: ¡Se va sin torear!”, uno de tantos que gritan de modo extemporaneo, buscando un instante de poder, invadiendo extraño la generosa anuencia artificial de la generalidad docta e indocta. Su grito, su demonio, dicen que fue causante de un horrible percance, lo dicen muchos de ustedes, artistas del lenguaje, con epítetos sonoros vulgares, malsonantes que rechazan para sí, afean en otros y de los que se suelen blindar tras los burladeros de la exclusión o del ninguneo. Ya había gritado antes, mucho antes, en 1820, el rondeño Manfredi, si es que era rondeño, expulsando un demonio artero que dicen que le costo la vida a Curro Guillén: “¿A que no lo recibe usted?”, Guillén lo recibió. Manfredi y sus acólitos permanecerán por siempre en el imaginario taurómaco.

Han creado ustedes, enhorabuena, un nuevo demonio de la tauromaquia, un demonio traído a primer plano, causante de todos los males de la fiesta, representante de la inmoralidad de aquellos que silban y no aplauden en la plaza de toros de Madrid, execrable y techable según muchos de ustedes. Desgraciadamente este demonio tiene mucha peor pinta que el torilero obeso con traje de torear de comunión y barba de dos días contra el que bramaban ustedes ayer. “Yo soy aquel que ayer no mas decía...”

Hay un torero herido, es verdad, le deseo una pronta y completa recuperación lo mas indolora y lo menos penosa posible. No me gustan las cogidas, jamás las aplaudo ni pido tras ellas premio alguno, lo que hago es rogar por el torero.

Fandiño no me gustó ayer. No tengo gusto para esto.

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